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07 noviembre, 2010

Tal como os lo cuento... alas en los pies


En Irán, vivíamos en lo que ni siquiera era un barrio. Era una larga calle de barro donde habían dos hileras de casas adosadas. Quizás, una veintena a cada lado de la calle. Ahí, es donde nos habían ubicado a todos los "talabés" (estudiantes islámicos) extranjeros. Cada casa se había dividido en dos; lo que hubiese sido el sótano de la casa; se había transformado en un "apartamento" de un dormitorio y aseo debajo de la escalera, además de una habitación en la primera planta. Y otra familia en la primera planta, igualmente con un dormitorio pero con un cuarto de aseo más... normal.

Era interesante y gratificante que el "vecindario" fuese tan variopinto y multicultural. En la convivencia con gente de tantos países se haría difícil si no fuese porque allí compartíamos unos mismos ideales y valores; una misma religión. Fuese africano, tailandés, canadiense o, nosotros mismos, españoles; teníamos un entendimiento practicamente único, sin que las grandes diferencias culturales creasen problemas.

Pero la vida era muy dura económicamente. Vivir únicamente del dinero que se recibía de ayuda como beca para estudiar las ciencias islámicas, era arduo difícil... casi rayando en lo imposible. Ir a pasar la tarde en el mausoleo de Hazrate Fátima Masuma, en Qom, donde vivíamos, era la única distracción, y tenía el beneficio de llenarte de paz interior y de reconfortarte espiritualmente. De otro modo, esa vida, no se podría soportar.

Una mañana tenía un recado urgente por hacer; tenía que llevar un paquete muy pesado a correos y no podía aplazar el envío. Aunque prácticamente no podía caminar pues me había accidentado el día anterior en un pie, cogí el paquete y me puse en marcha, cruzando un larguísimo trecho de tierra hasta llegar a la carretera para coger un autobus.

Quizás tenía media hora a paso rápido hasta llegar a la carretera pero yo iba cojeando y seguramente iba a tardar más. Al principio iba más o menos bien pero al cabo de un rato ya me pesaba mucho el paquete y mi pie comenzó a dolerme más y más. Yo no quise perder el ritmo bastante rápido que llevaba; el sol dejaba caer sus rayos con mucha fuerza (se puede llegar hasta los 50 grados).

Sentía, como de costumbre, el sudor por mi espalda corriendo como si de un río se tratase; era normal. Comencé a recitar despacio una oración. Sin parar la fui recitando cada vez con más fuerza y se creó un ritmo perfecto entre el canto y mi andar. Era una sincronización que me daba fuerza para levantar nuevamente el pie, dar un paso y levantar el otro... y así seguir adelante.

Tenía la mirada clavada delante mío, allí lejos donde la carretera. La recitación fue cogiendo poder -lo sentía-; estaba llena de energía y ya había olvidado el dolor de mi pie, el cansancio, el peso del paquete. De pronto, me dí cuenta de que en realidad es que no tocaba el suelo con los pies... era "llevada", así lo sentía...

No quise en ningún momento mirar hacia mis pies. No. No quería romper la magia de ese momento único, poderoso. Hasta que llegué a la carretera; llena de energía, feliz.

Esto no lo he contado muchas veces; el contarlo empobrece la experiencia, no hay palabras, pero así fue tal como os lo cuento...

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